por Roberto Bennet
Nos conocimos en
Palma de Mallorca hace ya 30 años, comiendo caracoles con aliolí en el mesón
San Pedro de Génova. Recuerdo que me lo presentó Atahualpa Yupanqui y lo hizo
diciendo: “Aquí un amigo mío, compatriota suyo, que bien vale la pena
conocer...” Sabias y certeras palabras aquellas de don Ata.
Congeniamos de
inmediato y allí, en aquel típico comedor mallorquín, comenzó una amistad
sincera e intensa entre ambos matrimonios que duró hasta nuestros días.
El paso de los
años fue cimentando nuestra relación, tanto con Edgardo como con su gentil
esposa, compañera y amiga, Paquita Colom.
Mi esposa Anamaría
se hizo alumna de Edgardo e incluso yo jugué con los lápices y pinceles durante
un tiempo en su taller palmesano. Pero lo nuestro iba más por la literatura,
basado en una admiración compartida por la obra de García Márquez y un respeto
por la naturaleza impoluta de nuestros campos y su gente.
En aquellos
tiempos de residencia europea, esa era una visión y un recuerdo constante,
lejano pero siempre añorado por ambos.
Así, en largas y
amenas charlas, Edgardo me fue deshojando su vida y sus vivencias,
permitiéndome convivir con sus recuerdos del pasado y sus anécdotas, sus alegrías
y sus tristezas. Los años juveniles en los campos de Artigas, la personalidad
original del Negro Jacinto (inspirador de su novela publicada en enero de l986,
que repasamos y corregimos juntos infinitas veces en los veranos de La
Cabañeta, su primer viaje de iniciación artística a Montevideo (acompañado de
su hermano Alceu), los años de pobreza, privaciones y enfermedad, la inagotable
fuente de sabiduría e inspiración que fue para él su maestro Torres García, los
premios obtenidos, su amor por la bicicleta y la ecología, sus años de docente en el
liceo de Minas y en la Escuela Nacional de Bellas Artes, y por supuesto la
influencia que tuvieron en su arte los primeros viajes por Europa y América.
Este gigante de
las artes plásticas nacionales, humanista, demócrata cabal y pacifista
convencido, rechazaba toda forma de violencia y sufría hondamente con las
injusticias y tragedias del mundo, llegando a causa de ellas, a hundirse en
profundas depresiones. Consecuente con sus ideales durante los años que duró en
nuestro país el gobierno de facto, firmaba sus óleos con el agregado de una
cruz, como forma de protesta y compromiso individual, la cual sólo eliminó de
sus obras cuando retornó la democracia.
A mediados de los
años 80 vuelve a radicarse en Uruguay, con la aparente intención de quedarse
definitivamente, pero la intensidad de la luz y la claridad de los cielos mallorquines,
que tantas veces había captado y plasmado con insuperable maestría en sus
lienzos, ejerció de imán y allí comenzó su vaivén. Un reparto de residencias
veraniegas que duró casi hasta el final.
De estos años 80 y
90 guando sus cartas, como un tesoro de valor incalculable, siempre tan llenas
de amistad y descripciones plenas de color y vida, hablándome de la fauna y la
flora nativa de nuestro país, que el veía brotar diariamente en el jardín de su
casa en Las Delicias, a través de la ventana de su estudio.
Quizá como un
intento fraterno por animarme y convencerme para que emprendiese el tan
postergado retorno. Y cito, a modo de ejemplo:
“...Ahora vivo en una soleada casita, rodeada de chingolos, cardenales,
calandrias, tijeretas..
Lo único que no ha cambiado son los gritos de los teros, las carrera de
los ñandúes, las
calandrias que cantan como siempre, posadas en la punta de una rama seca,
a las ratoneras con su trinito tembloroso.... El campo, ¡nuestro campo!
permanece hermoso. Sus cuchillas se alargan en el horizonte y se cubren, a la
salida del sol, de aquellos misterios, compañeros un
silencio especial
y único, repleto de grises y azules, que supongo tú muy bien conoces. Esto y
los reflejos en los arroyos de platinadas aguas, es lo que no ha cambiado, es
lo que ermanece tal como era hace 40 o 50 años, cargado de una melancolía
lejana y solitaria que forma parte del paisaje. Y claro, esto es realmente
reconfortante....”
Hoy ya no oiré más
su voz de paisano bueno y sabio, tomándome el pelo o rezongando por alguna
falta mía. Y eso me duele, casi tanto como saber que Edgardo ya no escuchará
más el canto de las calandrias ni el murmurar de las tórtolas en el fondo de su
jardín del chalet Gondomar. O quizás quién sabe, este maestro de maestros sí
las esté oyendo para siempre...
Descanse en paz,
viejo y querido amigo.
Roberto Bennet - Escritor
uruguayo, publicó Chau Ginebra (2006) y Destino Mallorca (2008)